La
situación que se ha vivido en el tramo final del curso 2019-2020 y la defensa
de un modelo de enseñanza centrado en el estudiante, como enfoque más demandado
desde la implantación del EEES, ha
avivado de nuevo la controversia en torno los pros y los contras de la
evaluación continua en la enseñanza universitaria. El problema es complejo,
porque integra una gran diversidad de factores (enfoques de la enseñanza,
modelos de evaluación, contexto de aprendizaje, etc.). Siendo un problema
complejo, la solución no es simple, porque no admite una sola solución, sino
distintas respuestas. A mí me parece que hay que partir de lo que cada uno
entiende por “enseñar”, por “aprender” y como valorar dicho “aprendizaje”.
Ciertamente, si yo me sitúo en el contexto de la enseñanza universitaria y
pienso en el modelo ideal, la opción preferente es un modelo de enseñanza
constructivo (o constructivista) pensado para que el estudiante aprenda, de ahí
que yo hago tanto trabajo fuera del aula, en el propio espacio que comparto
presencialmente con el alumnado y después del trabajo presencial (el ciclo del
aprendizaje debe contemplar diversas fases y momentos y en cada una de ellas el
docente desempeña diferentes tareas. El trabajo va encaminado a activar la
capacidad de aprender, ofreciendo al alumnado los recursos formativos para que
se produzca el aprendizaje. Por tanto, en primer lugar, la labor del docente es
más la de un guía del aprendizaje que la de un transmisor de los mismos; el que
aprende es el alumno/a y el docente facilita el aprendizaje. Por eso defiendo una
formación centrada en el estudiante, no en el profesor, que es un facilitador,
no el único “recurso”. El segundo elemento clave es cómo valorar ese
aprendizaje. Para un modelo de enseñanza de estas características, sin duda el
enfoque de evaluación ideal sería una evaluación continua y formativa; la
evaluación no sirve solo para determinar la cantidad de conocimiento adquirido,
sino para más cosas, de ahí que sea al mismo tiempo una evaluación diagnóstica,
porque debe servir para mejorar el aprendizaje si se comprueba que el
estudiante tiene dificultades. Y el tercer elemento, es el contexto del
aprendizaje. Obviamente, la evaluación formativa, como modelo ideal choca con
las condiciones en las que se desarrolla la formación universitaria. Un modelo
de evaluación formativa y continua como el apuntado, en el que se va llevando a
cabo una interacción continua entre profesor-alumno, en el que se supervisa el
proceso de aprendizaje de cada uno, en el que se atiende de manera
personalizada y tutela el aprendizaje… exige condiciones que no siempre se
tienen. En una clase en la que hay matriculados más de 75 estudiantes es muy
complicado aplicar una metodología de esta naturaleza, porque generalmente el
docente tiene diversas asignaturas y no hay tiempo material para hacer este
trabajo de organizar la enseñanza, dinamizar el aprendizaje y valorar el
trabajo del estudiante (mediante la supervisión y valoración de diferentes
tareas, que revisa, devuelve, asesora a cada uno sobre lo que debe mejorar…).
Entonces, la solución hay que encontrarla en adaptarse al contexto de
condiciones para el aprendizaje, sin perder la esencia del modelo de evaluación
formativa, combinando diferentes estrategias individuales y grupales. Por
ejemplo el modelo de portafolios o la enseñanza/clase invertida en la que se
trabaja fuera del aula y luego se utiliza el tiempo de clase para llevar a cabo
actividades que impliquen el desarrollo de procesos cognitivos de mayor
complejidad que tienen lugar con el asesoramiento del docente.